1918 fue para Guaymas un año terrible. Es que entonces se presentó, como en todo el mundo, exterminante, la influenza española. Miles de guaymenses cayeron en cama y, muchos, tal vez cientos, no se volvieron a levantar nunca.
Carlitos, un niño de 6 años, por las tardes se divertía en su infantil inocencia, viendo pasar por frente a su casa en avenida Serdán, los numerosos cuerpos , desde aquellos que en elegante cajón y adornada carroza tirada por negros caballos eran conducidos al panteón, hasta otros que envueltos en un simple petate, y en hombros de sus deudos, realizaban el viaje final. No faltaban los desgraciados que desnudos eran llevados como perros en el carretón de la basura.
Carlos, su padre, tenía una numerosa familia: su esposa e hijos, sus hermanas y hasta los numerosos trabajadores que servían en su taller de imprenta. Se contaba entre todos un yaqui viejo, mozo de la casa, que hacía los mandados y quebraba la leña para la cocina, único medio de combustión entonces; Juan José se llamaba el indio. A todos Carlos los quería y cuidaba por igual.
Entre Juan José y Carlitos nació un profundo vínculo cariñoso. Aquel niño güerito pasaba horas, admirado, viendo al anciano con su hacha, dando golpes en el lugar exacto a los palos de leña para quebrarlos. Luego, cuando el mozo era enviado a un mandado, tomaba invariablemente al chamaco de la mano y lo llevaba con él. Era cuadro familiar verlos caminar lentamente, al paso del viejo, por las solitarias calles porteñas.
Cuando comenzó la terrible pandemia, exterminante como dije, iniciaba también el verano. Juan José, con celosa preocupación, llevaba al niño al fondo del patio de la casa donde había unos viejos mezquites, y ambos se dedicaban con entusiasmo a masticar péchitas, a beber el jugo y escupir los gabazos. Luego, divertidos, el anciano con increible agilidad, y Carlitos, subían a las copas de los árboles a buscar las frutas más frescas para seguir masticándolas. Diríase que eran un par de changos.
Llegó así, sin remedio, el mal a la casa de Carlos. Todos cayeron en cama, menos Juan José y Carlitos. Algunos hasta agonizaron pero, por fortuna, todos al fin se aliviaron. El yaqui, solícito, rajaba leña y daba por toda medicina a los enfermos, cocimientos de péchitas de mezquite, en tanto Carlitos, inocente, se divertía viendo pasar los funerales.